Todos sufrimos. Esta es una verdad ineludible de la existencia humana. Y es que, en ocasiones, la vida puede ser dura y brutal, llevarnos a lugares oscuros de dolor y lágrimas. Todos hemos experimentado la pérdida de un ser querido, el golpe de un fracaso inesperado o el rechazo por parte de alguna persona o grupo; y esto por no mencionar experiencias traumáticas como una guerra, un asesinato, una violación o un robo a mano armada. Así, ya sea por experiencias de estrés cotidiano o traumático, nuestras vidas suelen tener su buena ración de emociones negativas, desde ansiedad y miedo, a rabia, resentimiento, culpa, o vergüenza. Ahora bien, ¿por qué sufrimos? ¿Por qué experimentamos tanto malestar y de dónde proviene?

 

Para responder a estas preguntas, es necesario descubrir la lógica y significado evolutivo que tienen el estrés y muchas de las emociones negativas. Los seres vivos tenemos que hacer constantemente frente a peligros como depredadores, rivales de la misma especie, desastres naturales, y mucho más. Por este motivo, hemos desarrollado unos sistemas de autoprotección que de manera continua están alerta en búsqueda de posibles amenazas y, cuando detectan una, ponen en marcha de manera rápida respuestas de lucha o huida. Estos sistemas de autoprotección y supervivencia generan distintos tipos de emociones negativas en función de la amenaza detectada: por ejemplo, miedo ante un peligro presente y material, ansiedad al anticipar un peligro incierto, rabia ante obstáculos y estímulos desagradables, resentimiento por un daño sufrido a manos de otra persona, etc. Como se puede ver, buena parte de nuestras emociones negativas tienen una función defensiva y han evolucionado para alejarnos de peligros o enfrentarnos a ellos. Estas emociones ayudan a los individuos a protegerse y preservar su vida. Como se puede ver, nuestros cerebros están hechos para la supervivencia y no para la felicidad. Sin embargo, las amenazas para las que evolucionaron estos sistemas de supervivencia eran de tipo material, objetivo y presentes (por ejemplo, depredadores), y se presentaban de vez en cuando por lo que las experiencias de estrés y ansiedad no superaban una cierta frecuencia; sin embargo, las amenazas a las que nos enfrentamos en la actualidad los humanos parten de nuestro pensamiento y están, por tanto, más o menos omnipresentes: pasamos mucho tiempo pensando y preocupándonos por un futuro incierto, pensamos en las cosas dolorosas que nos sucedieron en el pasado, pensamos en lo que los demás piensan sobre nosotros, pensamos en lo queremos pero no tenemos, en lo que debería ser pero no es, y un largo etcétera. Por tanto, nuestro pensamiento se pasa el tiempo generando imágenes amenazantes que activan sin cesar los sistemas de autoprotección y supervivencia del cerebro, que a su vez genera estrés y ansiedad sin fin (y sin la necesidad de estímulos externos, materiales y objetivamente peligrosos).

 

Debido a que buena parte de las amenazas que experimentamos están exclusivamente creadas por la incesante actividad de nuestro pensamiento, es importante aprender a acallar su actividad para así lograr crear un estado interno de paz y calma. Sin embargo, no todas las estrategias de afrontamiento del estrés son igualmente efectivas a la hora de lograr este estado de calma. Las estrategias que se relacionan con una mayor experiencia de estrés, ansiedad y otras emociones negativas incluyen la evitación, la huida, la negación, la rumiación, la preocupación, las ilusiones, la expresión de emociones negativas y el consumo de sustancias. Por su parte, las estrategias de afrontamiento del estrés que se relacionan con una menor experiencia de estrés, ansiedad y otras emociones negativas incluyen la solución de problemas, la restructuración cognitiva (es decir, darle un significado menos negativo a la situación), la aceptación y el mindfulness.

 

Otra característica que se relaciona con una menor experiencia de estrés es la resiliencia o dureza. La resiliencia es la capacidad de adaptarse fácilmente y con éxito a las experiencias vitales complejas y estresantes. Las personas que tienen alta resiliencia, cuando se enfrentan a una crisis, son capaces de mantener la calma y de recuperarse de esta rápidamente tanto mental como emocionalmente, sin efectos negativos a largo plazo. La investigación científica ha demostrado que es posible cultivar y desarrollar las habilidades y recursos asociados con una mayor resiliencia o adaptabilidad. Aumentar tu resiliencia implica esfuerzo sostenido: algunas de las estrategias que pueden a ayudar en este sentido incluyen, entre otras, mantener buenas relaciones con familiares y amigos, ver las crisis como oportunidades de crecimiento y no como problemas insoportables, no resistirse a las situaciones que no se pueden cambiar, ponerse metas significativas y realistas y trabajar para alcanzarlas, adoptar una perspectiva amplia y a largo plazo que contemple la crisis dentro de un contexto mayor, desarrollar confianza en uno mismo, mantener una perspectiva optimista, hacer deporte y practicar mindfulness.